La emergencia educativa

Incógnitas en la educación de hoy 

CON insistencia ha alertado Benedicto XVI sobre uno de los problemas que con mayor preocupación sufrimos a través de nuestros hijos y en la sociedad en la que vivimos inmersos. Se trata del problema en el que ha degenerado la educación de los niños y de los jóvenes, no solo legado de todas esas ideas perniciosas que lastramos, sino que es también la semilla que germina en lo más íntimo de las nuevas generaciones. Nos preocupa su formación, su capacidad de orientarse en la vida, de discernir el bien del mal; y su salud, en especial su salud moral.


El ambiente contesta a esa preocupación con constantes muestras de un verdadero fracaso educativo y parece confirmarnos que educar no sólo no es fácil, como nunca lo ha sido, sino que hoy en día es más difícil que nunca. Y no solo da muestras la juventud de este fracaso: «Tanto entre los padres como entre los profesores, y en general entre los educadores, es fuerte la tentación de renunciar; más aún, existe incluso el riesgo de no comprender ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que se les ha confiado». 1
A menudo se tiende a culpar a las nuevas generaciones, «como si los niños que nacen hoy fueran diferentes de los que nacían en el pasado». Este enorme fracaso ha propiciado una ruptura entre generaciones y «un clima generalizado, una mentalidad y forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la bondad de la vida. Así se hace difícil transmitir algo válido y cierto, objetivos creíbles en torno a los cuales construir la propia vida».



El sentido de la educación 

ESTA situación tan crítica es la que el papa Benedicto XVI ha venido a llamar la «emergencia educativa». Es necesaria una educación que sea verdaderamente tal. «La solicitan los padres, preocupados y con frecuencia angustiados por el futuro de sus hijos; la solicitan tantos profesores, que viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; la solicita la sociedad en su conjunto, que ye cómo se ponen en duda las bases mismas de la convivencia; la solicitan en lo más íntimo los mismos muchachos y jóvenes, que no quieren verse abandonados ante los desafíos de la vida».
Esta educación verdadera consiste en la «formación de la persona a fin de capacitarla para vivir con plenitud y aportar su contribución al bien de la comunidad». Y para ello ha de «suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad».
Nuestros niños, nuestros jóvenes, viven en el seno de la familia, viven en el ambiente de la escuela, de la universidad; y viven inmersos en la sociedad. Esos tres ambientes son en los que deben ser educados. Educados verdaderamente y, por tanto, educados en el amor, educados en la libertad y educados en la verdad.

Educar en el amor 

LA educación necesita la cercanía del amor. «Sobre todo hoy, cuando el aislamiento y la soledad son una condición generalizada, a la que en realidad no ponen remedio el ruido y el conformismo de grupo, resulta decisivo el acompañamiento personal, que da a quien crece la certeza de ser amado, comprendido y acogido».
Esta necesidad le confiere a la familia la responsabilidad primaria en la educación (así como en la formación de los hijos en la fe). «El niño que se asoma a la vida hace —o, por lo menos, debería hacer— a través de sus padres la primera y decisiva
experiencia del amor, de un amor que en realidad no es sólo humano, sino también un reflejo del amor que Dios siente por él».
Pero no es exclusiva de la familia la responsabilidad amorosa. «Todo verdadero educador sabe que para educar debe de dar algo de sí mismo y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico».

Educar en la libertad 

MUCHAS de las dificultades que encontramos en la ardua tarea de la educación vienen dadas por el inmenso don de la libertad. Un don que no acostumbra ser correspondido con la responsabilidad que merece. «A diferencia de lo que sucede en el campo técnico o económico, donde los progresos actuales pueden sumarse a los del pasado, en el ámbito de la formación y del crecimiento moral de las personas no existe esa misma posibilidad de acumulación, porque la libertad del hombre siempre es nueva y, por tanto, cada persona y cada generación debe tomar de nuevo, personalmente, sus decisiones. Ni siquiera los valores más grandes del pasado pueden heredarse simplemente; tienen que ser asumidos y renovados a través de una opción personal, a menudo costosa».
«La educación bien lograda es una formación para el uso correcto de la libertad». Por ello debemos aceptar el riesgo de la libertad. No podemos tratar de proteger a los más jóvenes de cualquier dificultad o sufrimiento, ya que de este modo no se forma el carácter ni la fortaleza. Aceptar el riesgo de la libertad exige al educador no sólo la capacidad de amar sino también la capacidad de sufrir junto a ellos.
Ahora bien, no seríamos verdaderos educadores si no estuviéramos siempre atentos a ayudar al joven a corregir ideas y decisiones equivocadas. «Lo que nunca debemos hacer es secundario en sus errores, fingir que no los vemos o, peor aún, que los compartimos como si fueran las nuevas fronteras del progreso humano».

Educar en la verdad 

POR lo general, la educación tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras». Queda obviamente insatisfecho, porque el primer deseo, ese gran deseo que se da ya desde niño con las continuas preguntas y peticiones de explicaciones, el de saber y conocer, ve apartada su gran pregunta acerca de la verdad, «sobre todo acerca de la verdad que puede guiar la vida».
Lamentablemente vivimos «en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo —el relativismo se ha convertido en una especie de dogma—, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera “autoritario”, y se acaba por dudar de la bondad de la vida y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida.»
«El joven de hoy, estimulado y a menudo confundido por la multiplicidad de informaciones y por el contraste de ideas y de interpretaciones que se le proponen continuamente, conserva dentro de sí una gran necesidad de verdad». Necesita auténticos maestros, «personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber», que le comprendan y le quieran, y que le susciten esa sed de verdad.
Profesores humildes, ya que es virtud indispensable ante la verdad misma que se muestra inalcanzable. «Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva». Sin la humildad, el acceso a la verdad se cierra.
Es la sociedad misma quien los reclama, porque «cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder».

Testigos de la verdad 

POR último, en la tarea educativa el instrumento más eficaz es el ejemplo. «El educador es un testigo de la verdad y del bien, no transmite sólo informaciones, sino que está comprometido personalmente con la verdad que propone».
Particularmente, la escuela católica ha de poner en el centro el Evangelio, y tenerlo como punto de referencia decisivo para la formación de la persona y para toda la propuesta cultural, así como promover la unidad entre la fe, la cultura y la vida.
«También las escuelas del Estado, de formas y modos diversos, pueden ser sostenidas en su tarea educativa por la presencia de profesores creyentes —en primer lugar, pero no exclusivamente, los profesores de religión católica— y de alumnos cristianamente formados, así como por la colaboración de muchas familias y por la misma comunidad cristiana».

Educar la sociedad 

HOY las ideas, los estilos de vida, las leyes, las orientaciones globales de la sociedad, transmitido todo ello y magnificado por los grandes medios de comunicación, y «que se inspiran en una mentalidad y cultura caracterizadas por el relativismo, el consumismo y una falsa y destructora exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y la sexualidad», ejercen gran influencia en la formación de nuestros hijos.
Ahora bien, la sociedad no es algo abstracto; al final, somos nosotros mismos. No podemos desinteresarnos de la sociedad a la que pertenecemos ni despreocupamos de las tendencias que la impulsan ni de las influencias positivas o negativas que ejercen. «Por tanto, se necesita la contribución de cada uno de nosotros, de cada persona, familia o grupo. La presencia misma de la comunidad de creyentes, su compromiso educativo y cultural, el mensaje de fe, confianza y de amor que transmite, son en realidad un servicio inestimable al bien común y especialmente a los muchachos y jóvenes que se están formando para la vida.»

Nuestra esperanza está en Dios 

EN la raíz de esta emergencia educativa se encuentra una crisis. Se trata de una crisis de esperanza, una crisis de confianza en la vida. «Sólo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación, como de toda la vida». Pongamos, pues, nuestra esperanza en Dios, ya que «la esperanza que se dirige a Dios no es jamás una esperanza sólo para mí; al mismo tiempo, es siempre una esperanza para los demás: nos estimula a educarnos recíprocamente en la verdad y en el amor.»

1. Las citas del papa Benedicto XVI de este artículo están extraídas de su discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma, del 11 de junio de 2007; el Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, del 21 de enero de 2008; y del discurso pronunciado durante el Encuentro con los jóvenes profesores universitarios que mantuvo el 19 de agosto de 2011, durante la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, de Madrid. 

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